Por Freddy Ramírez Bolaños, cmf.
En esta sencilla reflexión pretendo aproximarme a algunos hechos puntuales del Antiguo y Nuevo Testamento que nos revelan la resistencia que los israelitas tuvieron que sostener en distintas épocas contra la violencia los poderosos, para mantener así firmes las bases de su fe y de su cultura como pueblo. Se trata pues de una resistencia que en numerosas ocasiones desembocó en el martirio. Demos un vistazo al Antiguo Testamento.
Un pueblo que nace bajo el signo de la opresión
El origen del pueblo de Israel radica en un pequeño hecho histórico sin aparente importancia: la consecución de la libertad por diferentes grupos oprimidos, entre los que figuran esclavos, nómadas y agricultores que estaban bajo el poder de los egipcios, hacia el año 1200 aC. En este hecho histórico ellos descubren la acción de Dios y empiezan a creer: este es el núcleo de su fe. En el capítulo 3 del libro del Éxodo leemos: “Yahveh dijo: he visto la humillación de mi pueblo en Egipto, y he escuchado sus gritos cuando lo maltrataban sus mayordomos”. Dios escuchó el clamor de los pobres sometidos al poder faraónico y “bajó” para liberarlos y llevarlos a una tierra mejor, “donde mana leche y miel”. La Pascua, o “el paso de Yahveh” en medio de su sufrimiento, se convirtió para ellos en memoria de libertad.
La voz de los profetas
Sin embargo, este pueblo naciente de la unión de distintos grupos, con un proyecto de relaciones justas y fraternas expresado en los Diez Mandamientos, pronto quiso parecerse a los pueblos vecinos en su organización monárquica. Los reyes que subieron al trono para gobernar la nación rompieron con la Alianza. Los impuestos a los pobres, la construcción del templo de Jerusalén, las leyes injustas, las alianzas con países poderosos, la práctica de costumbres extranjeras, la opulencia y desenfreno de la corte despertaron la voz enérgica de los profetas que, en nombre de Dios, denunciaban la injusticia que se cometía contra los pobres y los pecados que llevarían al pueblo a su propia destrucción. La monarquía fue sorda, y también asesina. La mayoría de los profetas murieron en el anuncio de la voluntad de Dios.
La fe y la cultura de Israel sufrió constantes pruebas, pues la nación fue dominada políticamente por varios imperios. Estuvo sometida al poder de los asirios, de los babilonios y luego de los persas, hasta la conquista por parte de los griegos. El poderío extranjero, bajo distintas tácticas, pretendió someter cultural y religiosamente a este pueblo tan cerrado a toda influencia foránea. Todos estos acontecimientos conmovieron los cimientos de la fe y de la cultura e Israel tuvo que ir a sus orígenes, reflexionando una y otra vez en la experiencia del Dios liberador del éxodo. Puntualicemos en un hecho histórico concreto: la rebelión macabea ante la dominación griega:
Es preferible morir a traicionar el proyecto de Dios
Hacia el siglo II aC, la cultura y el poder helénico se impusieron por la fuerza en Israel. En principio, el imperio helénico se había mostrado bastante respetuoso con la fe de los judíos; pero surgen nuevas dificultades y presiones de parte de los gobernadores, que pretenden helenizar hasta la mismísima fe judía. Ante esta situación, muchos judíos opinan que lo mejor es cerrarse a la nueva cultura. Otros, sin embargo, viendo el peligro que ello supone para la fe, adoptan una actitud opuesta que adquiere diversas formas: unos optan por la lucha armada contra el opresor y la resistencia, aún a costa de la propia vida, antes que renegar de la fe (cf 1 y 2 Macabeos, Ester); otros optan por ejercer la resistencia pasiva, basada en la esperanza en la victoria definitiva futura y en una vida llena de buenas obras y espíritu de oración (cf Daniel, Judith, Tobías). En cualquier caso, se trata de opciones complementarias que pretendían, tanto una como otra, perseverar en la propia fe.
En este contexto, el movimiento de los macabeos se oponía frontalmente a las políticas del imperio que pretendían cambiar la cultura judía. El grupo toma su nombre de Judas el “Macabeo”, que significa “martillo” porque golpea sin fuerza y sin descanso al enemigo invasor. Con ellos inició la revuelta a mano armada, primero en guerrillas, después con organización más amplia. El imperio emitió leyes que prohibían a los judíos vivir según sus costumbres, cumplir la Ley, declararse judíos, hablar el idioma materno, se obligaba a participar en los cultos idolátricos y se ordenaba a asesinar a todos los que no cumplieran lo mandado. La helenización llegó a límites insoportables. En el II Libro de los Macabeos se relata detalladamente las desgracias que padece el pueblo bajo el poder del rey Antíoco IV: “El rey mandó al gobernador Apolonio al frente de un ejército de veintidós mil hombres, con orden de degollar a todos los que estuvieran en la flor de su edad y de vender como esclavos a las mujeres y a los niños. Llegó a Jerusalén simulando ser hombre pacífico y esperó hasta el santo día sábado. Aprovechándose del descanso de los judíos, ordenó a sus hombres que efectuaran un desfile; luego mandó matar a todos los que habían salido para presenciar el espectáculo y recorriendo la ciudad con sus soldados, dio muerte a una gran cantidad de personas” (2 Mac 5, 24-26).
El mismo autor narra el martirio de Eleazar, uno de los principales maestros de la Ley (6, 18ss); él representa el judío de tradición, sabio, conocedor de la Escritura y de conducta intachable. En el capítulo 7 relata el martirio de una familia de siete hermanos con su madre; la mujer y sus hijos representan al pueblo de Israel frágil, inocente e indefenso que prefiere morir antes que quebrantar el proyecto de Dios. La familia representa la unidad que debe mantener el pueblo ante las amenazas de los enemigos. La madre da un ejemplo admirable de resistencia, viendo morir uno a uno sus hijos en el espacio de un día y confiando en el Señor.
Las palabras de uno de los hijos torturados ante el rey nos muestran su profunda fe: “Tú, malvado, nos arrancas la vida presente. Pero el Rey del universo nos resucitará a una vida eterna, ya que nosotros morimos por su ley” (7, 9). Los mártires de esta época testimonian la posición firme de no disimular su fe ni de renunciar a su cultura, prefieren el honor a la vida y temen más a Dios que la violencia de los verdugos. Pasemos ahora al Nuevo Testamento.
Crucificados por el imperio romano
Los orígenes de Jesús son humildes. Es hijo de una familia campesina de Nazaret, una pequeña aldea de Galilea que ni siquiera es mencionada en el Antiguo Testamento. Roma es la potencia de turno. Pocos años después del nacimiento de Jesús Israel es convertida en provincia del imperio y los impuestos y la violencia hieren de nuevo la vida de los pobres. Cerca de Nazaret, en la ciudad de Séforis, capital de Galilea en aquel entonces, la violencia extranjera fue contestada por un movimiento armado de campesinos y éstos lograron conquistar la ciudad. Quintilio Varo, legado romano en Siria, aplastó cruelmente aquella revuelta; Séforis fue incendiada y miles de campesinos murieron crucificados. Ciertamente esta noticia tuvo que llegar a oídos de Jesús, y en la memoria de los dirigentes de Israel el recuerdo de estos hechos se mantenía vivo (cf Hch 5, 36-37). Es aquí, pues, en la provincia de Galilea, donde empezó el anuncio de la buena noticia que llenó de esperanza a los pobres (cf Hch 10, 37).
El Reino de Dios está cerca
La misión de Jesús estuvo antecedida por el movimiento profético de Juan el Bautista que anunciaba la cercanía del Mesías liberador de Israel. Juan, como la mayoría de los profetas, denunció a los dirigentes del pueblo y esto le costó la vida (cf Mc 6, 14-16). Fue la actividad del Bautista la que impulsó a Jesús a anunciar el Reino.
Jesús, siguiendo la tradición de los profetas, sostenía que es Dios quien debe reinar; no el César, Pilatos, Herodes o Caifás. De ahí que el anuncio de este Reino haya sido una seria confrontación contra los poderes religiosos y civiles de la época. Para él, vivir la novedad del Reino que se acerca exige un cambio radical en el orden social. La sociedad judía tendía a hacer separaciones entre pobres y ricos, puros e impuros, justos y pecadores, nacionales y extranjeros, varones y mujeres… el anuncio del Reino es la antítesis de todo el sistema socio religioso. Jesús manifestó de forma ejemplar esta convicción en las comidas. Él entró en comunión con una serie de personas calificadas de impuras, causando escándalo de sus contemporáneos. Fue llamado amigo de prostitutas, publicanos y pecadores. Para un judío celoso de la ley era inadmisible compartir la mesa con personas de estratos sociales y religiosos diversos pues sentarse a la mesa con otro se entendía como entrar en comunión con el mismo Dios.
La predicación, los milagros, los exorcismos, la opción por los pobres, los pecadores, las mujeres y los niños fueron señales inequívocas de este acercamiento de Dios, el libertador de los pobres. Lucas resume así esta realidad: “Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos se despiertan, y la buena nueva llega a los pobres” (Lc 7,22).
Lucha a muerte contra el mal
Jesús fue la voz de los pobres y su palabra denunció la idolatría del poder, de la riqueza y del egoísmo asesino. Su movimiento estuvo en permanente tensión con las autoridades. Jesús fue constantemente asediado a fin de encontrar en él un motivo para acusarle. El conflicto que su actividad profética generó se hizo tan intenso y desafiante que decidieron asesinarlo. Los relatos de la pasión nos ubican en los distintos escenarios del juicio y la tortura que sufrió. Él padeció dramáticamente la muerte en cruz con la que el imperio aniquilaba a los esclavos y subversivos. Murió por la causa del pueblo (cf Jn 11,50).
Quien quiera seguirme, que tome su cruz…
Los primeros cristianos, herederos de la misión de Jesús, querían imitar y seguir a su maestro en el anuncio y praxis del Reino, transformando la sociedad desde la base, con la fuerza de la fraternidad y de la solidaridad. También ellos sufrieron la persecución y la tortura de parte de las autoridades religiosas y políticas, pues su estilo de vida socavaba las bases del imperio. El libro de los Hechos de los Apóstoles narra estos acontecimientos en sus primeros capítulos. Seguir a Jesús crucificado y resucitado suponía levantarse en contra de los poderes injustos y asesinos: “El que quiera seguirme, que renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga. Pues el que quiera asegurar su vida la perderá, y el que sacrifique su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 34-35). En efecto, los primeros cristianos sufrieron una fuerte persecución de parte de las autoridades judías y, posteriormente, del mismo Imperio Romano. Son célebres los testimonios de aquellos hombres y mujeres que sostuvieron firme su fe en medio de los tormentos. La fuerza de la cruz les ayudó a no traicionar los ideales de Jesús de Nazaret, que anunció la buena noticia a los últimos, a los pobres, a los excluidos de los bienes de la tierra. Hasta nuestros días, numerosas personas han confirmado con su sangre los valores del Reino de Dios.
Algunas conclusiones sobre este recorrido
- Dios ha marcado la historia de la nación judía. Yahveh es percibido como Dios de vida y de libertad. Es un Dios que contrasta con la barbarie de los imperios en la que desemboca el afán de poder y acaparamiento de la tierra.
- Dios da la palabra definitiva a las víctimas y revela que la tierra, la cultura y la fe por la que han ofrecido su vida en sacrificio son derechos inalienables de todo ser humano. El pueblo se sostiene y resiste tenazmente con el testimonio de sus mártires.
- La lucidez de personas y grupos que tienen plena conciencia de sus derechos como hijos e hijas de Dios ponen de manifiesto que es necesario dar un vuelco a nuestro mundo, marcado por el signo de la injusticia y la impunidad.
- Ante tanto dolor que sufren los pobres, la Biblia nos enseña que no es posible guardar un silencio cómplice. Los mártires lanzan, para el creyente de hoy, el desafío de construir una sociedad justa, basada en el respeto del otro diferente.
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