A los 30 años del martirio de Monseñor Romero
Por Luis Nebreda, cmf.
Conociendo la especial sensibilidad y delicadeza de trato de Monseñor Romero y el círculo de relaciones eclesiales y sociales en que se movía antes de su “conversión”, no es demasiado atrevido imaginarse lo mucho que tuvieron que dolerle las críticas, los desplantes, los insultos incluso, de personas, familias e instituciones que antes consideraba sus amigos.
Replantearse a fondo el sentido de la tarea que le había sido encomendada, ser fiel a su obligación de pastor de una Iglesia formada mayoritariamente por un pueblo marginado y reprimido, le llevó —inevitablemente, desde la fidelidad al Evangelio y al pueblo salvadoreño— a una opción, fascinante y exigente, de la que nunca se arrepintió, pero que le condicionó y le costó la vida.
Como en el caso de Jesús de Nazaret, a quien siguió con ejemplar fidelidad, su muerte no fue una casualidad, ni un hecho aislado; sino más bien, dadas las circunstancias, la consecuencia lógica de tomar la cruz cada día, oponiéndose con la vida entera a los poderes de este mundo.
De sorpresa en sorpresa
Monseñor Óscar Arnulfo Romero fue elegido Arzobispo de San Salvador el 3 de febrero de 1977. En aquellos momentos, muchos se felicitaron por el nuevo poderoso aliado que les había salido para defender ideológicamente sus fraudulentos privilegios y para conseguir que el pueblo aceptase resignadamente, como voluntad de Dios, la triste situación que le había tocado vivir. Al mismo tiempo, los sectores más lúcidos y comprometidos de la Iglesia salvadoreña lamentaban este nombramiento, sintiéndolo como otra oportunidad perdida en la difícil tarea de ir forjando una Iglesia que estuviera al lado de los pobres, que defendiera, en nombre de Dios, la justicia y la vida para todos. Seguramente ni los unos ni los otros sospechaban que las cosas iban a cambiar tan rápida y tan profundamente.
Cuarenta días más tarde —cuaresma en que Dios va hablando al corazón en ese insólito desierto de la curia episcopal—, cuando todavía persistían las alegrías y las decepciones provocadas por la elección del nuevo Arzobispo, es asesinado Rutilio Grande, sacerdote jesuita, por su compromiso con el Evangelio y con el pueblo. Este acontecimiento puso implacablemente a Monseñor ante la realidad de injusticia y violencia que se vivía en la diócesis que le había sido encomendada. Fue como si de repente le hubieran arrancado el velo que le impedía ver lo que estaba sucediendo. Y su vida cambió. Para disgusto de los que antes se alegraban, para satisfacción de los que antes se lamentaban; y, sobre todo, para bien del pueblo oprimido y creyente de El Salvador.
Como buen pastor, comenzó a dar la vida por sus ovejas, sin escatimar esfuerzos, sin dejarse acobardar por nada, venciendo su propia timidez innata: organización, reuniones, análisis de la situación, disponibilidad, visitas... y, por encima de todo, su palabra, libre y valerosa, aportando esperanza y amor en medio de tanto sufrimiento. A los tres años, el imperio del mal, sintiéndose amenazado, acorralado por la voz de un hombre sin armas ni riquezas, decidió silenciar esa voz. Y lo hizo, siguiendo sus métodos habituales, por la violencia y la muerte. ¿Lo consiguió?
San Romero de América, pastor y mártir nuestro
Cuando Dom Pedro Casaldáliga recibió la noticia del asesinato-martirio de Monseñor Romero, expresó sus sentimientos en unos versos valientes, emocionados y emocionantes: San Romero de América, pastor y mártir.
Aunque también reflejan el dolor por la pasión y muerte del hermano en el episcopado, en la fidelidad al Reino, en la lucha por una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo, estos versos no son exactamente una elegía, ni se quedan en el lamento o en el elogio fúnebre: son más bien una exhortación a la esperanza y al compromiso, a recoger la antorcha y multiplicar la luz, a seguir unos pasos que con tanta nitidez y con tanta coherencia trazaron en Centroamérica el camino de Jesús.
Para muchos de los que vivimos intensamente —aun a pesar de las distancias— aquellos acontecimientos pascuales, el poema del obispo poeta de São Félix do Araguaia ha quedado indisolublemente unido al recuerdo del martirio de Monseñor. No sólo por su calidad literaria y por su fuerza evocadora, sino también, y sobre todo, por su valor testimonial, martirial.
Los textos entrecomillados que aparecen a continuación están tomados de dicho poema.
“...abandonado por tus propios hermanos de báculo y de Mesa...!”
Cuentan los que conocieron más de cerca aquellos conflictivos tiempos y circunstancias en que a Monseñor le tocó desempeñar su arzobispado, que la gran mayoría de los obispos salvadoreños le dieron la espalda, lo dejaron solo. Manifestaban así su desaprobación a las opciones y a los métodos que con tanta lucidez y con tanta carga evangélica se iban poniendo en práctica y, también, su rechazo al modelo de Iglesia que iba surgiendo y consolidándose: una Iglesia cercana al pueblo, que sentía como propios los problemas de la gente, incapaz de quedarse callada ante la injusticia y el crimen, que se tomaba en serio y en concreto el mandamiento del amor.
Aquel abandono por parte de aquellos que compartían con él —al menos presuntamente— el pastoreo de la Iglesia salvadoreña fue algo triste y doloroso, porque la conversión de Romero, que fue el motivo de esta soledad, no se debió a una radicalización ideológica, sino a una radicalización en la coherencia con el Evangelio de Jesús. Radicalización a la que todos los cristianos, también los obispos, estamos llamados.
Pero esta soledad eclesial se vio en parte mitigada por la cercanía y el aliento que, desde toda Latinoamérica y desde los cuatro puntos cardinales, le llegaban de obispos y teólogos que se sentían identificados con su causa y fortalecidos en la fe por sus famosas y populares homilías.
Pienso que en nuestros días, 30 años después, Monseñor se sentiría aún más solo en medio de los obispos. Ojalá me equivoque, pero me parece que, a medida que pasan los años, cada vez es más difícil encontrar obispos que sigan en su línea. ¿Será que la realidad actual de nuestros pueblos ya no pide conversión? ¿Será que para el trabajo espiritual no interesa ver esa realidad? ¿Será que, como dice un prestigioso teólogo, actualmente el Vaticano nombra obispos contra el Evangelio?
“Tu pobrería sí te acompañaba”
Pero Monseñor realmente no estaba solo. Su despacho era un bullir constante de gente de toda clase, creencia y condición. En sus visitas a los pueblos y a los cantones, la admiración y el cariño de la gente, que lo sentían suyo y cercano, se desbordaba en multitud de manifestaciones que lo llenaban de satisfacción. Y en el mundo entero, dentro y fuera de Latinoamérica, desde universidades hasta humildes parroquias rurales, millares de corazones vibraban con sus hechos y sus palabras.
Sus ovejas reconocían su voz y lo seguían, sintiéndose seguras, protegidas y bien guiadas hacia pastos de vida para todos y para siempre. También ovejas de otros rediles que, por su medio, se iban acercando al único rebaño y al único pastor. ¿Qué mejor compañía para un pastor dispuesto a dar la vida por sus ovejas? ¿Qué mejor medicina contra la soledad, antes y después de la muerte, de un creyente que había dicho si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño?
“América Latina ya te ha puesto en su gloria de Bernini”
En el lenguaje eclesiástico, poner a alguien en la gloria de Bernini equivale a canonizarlo, a declararle oficialmente santo, expresándolo simbólicamente con la colocación de su imagen en la basílica vaticana. No es raro, en la historia de la Iglesia, que el pueblo se haya adelantado al reconocimiento oficial, venerando como santos a personas que aún no han sido canónicamente declaradas como tales. Casaldáliga afirma en su poema que esto es lo que ha hecho con Monseñor Romero el pueblo latinoamericano. Pero parece que la declaración oficial está tardando demasiado —¡han pasado ya 30 años!—, sobre todo si se compara con la celeridad con que han sido procesadas otras causas de canonización en este mismo periodo de tiempo.
En 1983 la comisión mixta Iglesia-Gobierno que preparaba la visita papal a El Salvador prohibió unos carteles en los que Romero aparecía fotografiado junto a Juan Pablo II. ¿Tan molesto seguía resultando su recuerdo tres años después de su muerte? ¿Tan incómodos o tan inoportunos se consideran su vida, su conversión y su testimonio martirial 30 años más tarde? ¿Habrá que seguir dando la preferencia a varones y mujeres cuya santidad reconocida oficialmente no perturbe el tranquilo funcionamiento del sistema?
Tampoco en esta pobre gloria de Bernini latinoamericana, “¡en el ara segura del corazón insomne de sus hijos!”, Monseñor está solo: lo acompañan una multitud ingente de testigos —religiosas, sacerdotes, catequistas, amas de casa, teólogos, delegados de la Palabra, profesores...— que dieron su vida con una generosidad y una valentía ejemplares; y que ciertos sectores de la Iglesia se empeñan tozudamente en ignorar. ¿Cómo entender la Iglesia latinoamericana del último tercio del siglo XX sin sus mártires? ¿Cómo no ver, desde la fe, en tanta sangre derramada, semillas de vida pascual?
“Estamos otra vez en pie de testimonio”
Para los cristianos conscientes no hay demasiados motivos para el optimismo y la ilusión en estos comienzos del siglo XXI, con una Iglesia más preocupada por defenderse de las acusaciones que le llegan, que por la fidelidad al Evangelio de Jesús y su inculturación en nuestros pueblos y en nuestros días. Sin embargo, con Monseñor Romero, repetimos que los cristianos no creemos en la muerte, sino en la resurrección; y creemos, contra toda esperanza, que el Espíritu sigue renovando la faz de la tierra por caminos insospechados.
Que, en vez de colaborar con nuestro silencio cómplice a acallar la voz de Romero, nuestras actitudes y nuestra vida ayuden a que sea más verdad cada día el último verso del poema de Casaldáliga: “¡Nadie hará callar tu última homilía!”.
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