Por Luis Carías, cmf.
Los cristianos durante la historia le hemos dado diversos significados a la cruz en donde murió Jesús de Nazaret. Creemos con facilidad que la cruz es ese altar sagrado, ese trono divino que utilizó el Hijo de Dios para manifestar su gran poder. Sin embargo, nos cuesta creer que en la cruz Jesús muere solo, fracasado, olvidado, torturado y humillado. El evangelista Marcos, para tratar de explicar el terrible sufrimiento que pasó Jesús, nos dice que al morir en la cruz usaba palabras como las del Salmo 22: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34). Y es que la cruz era una de las peores torturas que usaba el Imperio Romano contra los que consideraba rebeldes, agitadores políticos y contra todos aquellos que alteraban el orden público establecido a través de la fuerza y la dominación. Después de haber sido pisoteada su dignidad humana, Jesús muere en la cruz. En esta muerte no hay signo de triunfo, sino más bien, lo que queda claro, es que el poder imperialista se impuso nuevamente con sus amañadas estrategias de sometimiento.
¿Qué es lo que pasa, entonces, en este hecho histórico de la muerte de Jesús, el Hijo de Dios, en una cruz? Pues bien, Jesús, el que nació y se crió entre los pobres, el que conoció los sufrimientos, aguantó hambre, luchó al lado de su pueblo, el que trabajó la tierra con sus manos, el que pasó por este mundo haciendo el bien, reclamando justicia y libertad, muere como una víctima inocente en la cruz, soportando todo el peso del poder del mal de este mundo. Este hecho histórico es visto por los cristianos como la expresión del amor compasivo de Dios, pues éste que se identifica con la lucha de Jesús. En la muerte de Jesús Dios se nos muestra como verdadero Dios, porque se solidariza con los que sufren. Sin embargo, esto no significa que el Dios de los cristianos quiera la cruz o que le guste el sufrimiento y el dolor. Dios no quiere el sufrimiento porque es un Dios de vida y no de muerte. Dios es el Dios de la historia porque se ha encarnado en ella, porque se ha metido en la realidad del pueblo, porque a través de Jesús y de tantas personas que han entregado su vida por un mundo más justo y más fraterno nos abre el camino hacia un nuevo horizonte de vida. Allí donde muere alguien en nombre de la vida, allí está Dios resucitando, mostrándonos el camino que todos debemos seguir para buscar un mundo en equilibrio y armonía.
Muchos que se dicen cristianos muestran un falso rostro de Dios, tienen la idea de un Dios lejano a nuestros problemas humanos, de un Dios que utilizan para mantener un status de vida elevado o llenar al pueblo de falsas expectativas. Pese a todo esto, muchas de nuestras comunidades cristianas de aquí de Kuna Yala y de otras partes de Centroamérica, cada vez más se hacen conscientes de que Dios está crucificado en el pueblo crucificado. Desde la realidad de tantas personas que sufren, que viven y mueren como víctimas del sistema, Dios nos sigue llamando y nos pide que le acompañemos en la lucha, junto a Jesús y a muchos más que caminan desde las bases reclamando justicia y vida abundante para nuestros pueblos.
Algunos de los que formamos parte de estas esperanzadoras comunidades cristianas de Kuna Yala, hemos venido de fuera, del mundo extranjero y estamos haciendo un camino de involucramiento, de inculturación a través de la sabiduría ancestral del pueblo kuna, de su proyecto de vida. Nos hemos dado cuenta de que Dios camina con su pueblo. Decimos, parafraseando a nuestro Romero de América, que el pueblo kuna nos ha enseñado a comprender mejor el evangelio de Jesús y a dar sentido a nuestras propias vidas.
Hablando en primera persona, digo que desde el ruido y los distractores de las sociedades sumergidas en el consumismo y la vida artificial, cuesta más identificar al enemigo que nos acecha, cuesta más desenmascarar el rostro del mal porque se oculta en muchos disfraces: el de predicador para ofrecernos paz interior; de activista social para justificar su nivel de vida superior e individualista; de dama de la caridad para ofrecernos los desechos de su sociedad de consumo y así buscar limpiar su conciencia sucia. Estos y muchos otros disfraces engañan a nuestros pueblos indígenas y nos quieren impedir que descubramos ese auténtico rostro de Dios Padre y Madre, que está sufriendo con la pérdida de nuestra identidad cultural, con el debilitamiento de nuestras autoridades tradicionales, con la división interna que nos provoca la política partidista, etc.
Hoy por hoy, nuestros pueblos indígenas siguen oprimidos y amenazados por la lógica del mercado del mundo occidental. Nuestros pueblos están confrontados ideológicamente por hermanos de la misma sangre que han sido contagiados por el sistema. Decimos, sin embargo, que los pueblos indígenas siguen siendo pueblos crucificados, pero no aniquilados del todo, porque la identificación de Dios con la historia y el caminar de estos pueblos continúa despertando la conciencia dormida y atrofiada de muchas personas. Como pasó en otros momentos históricos en los que el conquistador se convierte en conquistado, sigue sucediendo en estos tiempos que el evangelizador se vuelve evangelizado por las buenas noticias del proyecto de vida alternativo del que son portadores los pueblos originarios de estas tierras. También, la conciencia ecológica se abre espacio en los países ricos y los movimientos sociales encuentran en los pueblos indígenas sus mejores representantes.
Que el rostro sufriente de nuestros pueblos crucificados nos mantenga firmes en la esperanza, atentos a los signos de los tiempos y solidarios en la lucha por un mundo mejor, más justo y humanizado.
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